Reanimamos el Blog con la introducción de una historia en la que llevo tiempo trabajando. Ogacihc será uno de los escenarios donde se desarrolla la misma.
El verano había empezado hacía sólo dos
días, pero en Ogacihc ya hacía un calor de mil demonios. El sol pegaba fuerte y
el aire tórrido del desierto arrastraba consigo arena y el polvo. Además, al ser una ciudad
costera la humedad reinaba en el ambiente, haciendo que el calor se pegara al
cuerpo, convirtiendo el respirar en todo un reto para aquél pobre desgraciado que
no se hubiera acostumbrado desde niño a las inclemencias del tiempo.
Hubo un tiempo en el que Ogacihc fue la
más grande de las ciudades. La capital de un reino poderoso y orgulloso. Un
reino que había extendido sus tentáculos por casi todo el Mar Bravío y cuyos
navíos habían llegado a todos los rincones del mundo conocido. Desde su trono en el Castillo de Plata los
reyes habían gobernado los mares y los desiertos, dictado leyes y comandado
ejércitos.
Pero el linaje de los reyes se fue
corrompiendo con el paso del tiempo y del que fuera el más grande de los reinos
apenas quedaba nada. Las regiones conquistadas habían declarado su autogobierno
y elegido a sus propios reyes. Los impuestos y los tributos dejaron de pagarse.
El tesoro real se desangró y despilfarró en fiestas, festines y supercherías.
Los ejércitos se disolvieron y la flota se hundió.
Del que fuera el mayor de los reinos
sólo quedaba Ogacihc. Sólo restaba una ciudad vieja, cada vez más despoblada y
medio en ruinas. Las murallas eran apenas escombros que servían como cantera
para los pocos constructores que quedaban en la ciudad. La mitad de las casas
estaban vacías. El puerto estaba abandonado, buena parte de él derruido, y los
navíos apenas lograban atracar sin riesgos. Los gobernantes, a cada cuál más
estúpido e inepto, habían abandonado la ciudad. Todo un linaje de reyes
languidecía en las salas del Castillo de Plata, donde aún hondeaban los pendones
reales.
El caos, la anarquía y la ley del más
fuerte se habían apoderado de la ciudad. La que fuera en su día la guardia real
se había convertido en una banda de matones que se dedicaban a exigir impuestos
que inventaban sobre la marcha. Sólo gozaba de seguridad aquél que podía
costeársela. El hambre y la enfermedad campaban a sus anchas por las calles de
Ogacihc.
Hacía años que la ciudad era fruta
madura para todo aquél que quisiera apoderarse de ella. Las potencias del Sur
habían estado observando la situación con incredulidad durante años. ¿Cómo
podía ser que el más fuerte de los reinos bañados por el Mar Bravío se hubiera
ido al traste de aquella manera? ¿Cómo lo habían consentido sus gobernantes?
¿Cómo habían desperdiciado sus dones?
Y, aún más importante, ¿cómo era posible
que nadie hubiera movido ficha todavía para hacerse con la ciudad?
Fue el imperio Inleriano el primero en hacerlo.
Cuando los temporales invernales que azotaban el mar Bravío llegaron a su fin
el Emperador Marcus IV dio la orden a la flota de zarpar. Tras una semana de
travesía un centenar de navíos, que cargaban a casi seis mil hombres, entraron
en el puerto de Ogacihc. No hubo ningún combate. No hubo oposición alguna. No
hubo muertos.
En menos de cuatro horas la ciudad
entera estaba bajo el control de los inlerianos. El Castillo de Plata al menos
tuvo la vergüenza de hacer un conato de resistencia. Pero se lo pensaron mejor tras
ver al ejército desplegarse frente a ellos. Todos a una y en perfecto orden el
centenar de hombres que conformaban la guarnición del castillo se lo pensaron
mejor. Abandonaron las armas sin más y salieron en fila y con las manos en alto.
El Sheik Ibrahim, señor del castillo, no
puso muchos peros a la situación y se limitó a negociar la rendición absoluta.
El imperio Inleriano le daría una pensión anual de mil marcos a cambio de que
se fuera bien lejos y de que renunciara (él y cualquiera de sus herederos o
familiares) a sus derechos sobre el trono.
Así, tan sólo dos días después los
pendones del Sheik, un halcón rojo sobre campo negro, dejaron de hondear en el
Castillo de Plata. Ahora eran los estandartes de Inler, un jabalí gris cruzado
por dos lanzas sobre fondo azul, los que se erigían, orgullosos, desde sus
murallas.
Ogacihc pertenecía al Imperio. Empezaba
una nueva era.
Sobre los derechos de autor:
La imagen que he usado para ilustrar el relato está alojada en Devianart por el autor "KernAttila". Los derechos de la imagen son suyos y no busco ningún tipo de lucro personal. Bajo la imagen aparece el enlace a la imagen original.
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